“La luna es hermosa pero me da miedo”, le dijo una voz dulcemente afeminada a un hombre de gesto inmutable, le miró profundamente a la vez que se acercaba en un intento por recibir el calor de aquellos brazos indiferentes. “Tengo hambre”, dijo él.



Traté de no ser evidente. Caminé justo detrás de ellos muy silenciosamente, evitando terminar de incomodar el momento, dieron vuelta en la siguiente esquina y los vi perderse alumbrados por la única luz pública en funcionamiento. Los tacos estaban justo del otro lado de Insurgentes.

Esa imagen dio vueltas por mi cabeza gran parte de mi trayecto. El más esbelto, de ojos oscuros y cabello teñido de rubio, jugándosela, dispuesto a todo, mientras el encanto miraba el techo corroído, preocupado por la próxima temporada de lluvias. Continué a solas con el único consuelo de que las bolsas de mi chamarra dieran abrigo a mis casi congelados y paralizados dedos. Los pies cansados, diez pesos para comprar un dulce en la tienda o guardarlos con la ilusión de poseer.

Play en una lista de reproducción aleatoria (no quería encontrarme con un dilema musical a las 4 de la mañana), unas suaves guitarras introducían ese “Honey bee, come buzzing me I ain´t seen you for long” envuelto en una voz tan seductora que si las abejas escucharan renunciarían a su aguijón. Durante la siguiente hora todo fue un taladro que me condujo hacia Madrugada.

El último destello homónimo de una banda noruega con el nombre ideal. En el límite entre el día y la noche (o entre la noche y el día), alusiva a ese lapso más silencioso, el más triste, el de los ecos, el de los locos, el de las tazas de café muy cargadas, el de las sombras en la pared, el de los temores, el de las ausencias.



Madrugada (la banda, no el disco, ¿o el disco y no la banda?) llevaba meses por ahí en la caja de mi memoria, decidí sellar el empaque de nuevo, tenía claras mis razones y sin embargo, se coló otra vez por mis oídos el hipnotismo de Sivert Høyem, Frode Jacobsen y Robert Burås. Reproducir cada canción fue como sentarse a la orilla de la cama a escuchar el murmullo del viento golpear los edificios y las ventanas, escuchar el estridente tic tac del reloj o escuchar llorar al vecino a través de las paredes. Alguien tirando del gatillo de su propio revólver. Cuánta razón tenía Gogol al precisar casi al final de su camino que la felicidad se convierte en tristeza cuando uno permanece demasiado tiempo frente a ella.

Madrugada, Madrugada, Malabar Recording Company / EMI / Virgin Records, 2008.


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